Mi abuelo fue uno de los empresarios más admirados de Viña del Mar. Un hombre visionario, respetado, trabajador incansable. Mi padre heredó su fuerza, su pasión por emprender… y también su forma de vivir para el trabajo.

Crecí entre conversaciones sobre negocios, grandes metas y planes ambiciosos. Pero también crecí viendo el otro lado: el desgaste silencioso, el estrés crónico, la falta de gestión emocional… y cómo eso puede destruirlo todo desde adentro.

Ambos —mi abuelo y mi papá— fueron líderes comprometidos con su gente. Pero no supieron liderarse a sí mismos. No supieron acompañarse emocionalmente. Y eso pasó la cuenta.

Mi padre, tras una caíada financiera, donde lo perdimos todos, un accidente automovilístico fue el desenlace de un líder que se venía fracturando por dentro, sintiendo el peso del fracaso, la culpa y la imposibilidad de sostener a su familia económicamente. Así quedó a trapado en su mundo durante 14 años, vi al gigante de mi vida… derrumbarse en silencio.

El legado de mi abuelo no solo nos dejó bienes, sino también heridas no habladas y patrones no resueltos. Y entendí algo crucial: el liderazgo que no parte del ser, tarde o temprano, se desmorona.